Comentario
Desde un punto de vista demográfico el periodo de las grandes invasiones en Occidente plantea el problema de la incidencia de las mismas sobre la población provincial romana. Desgraciadamente los datos a nuestra disposición no permiten concretar con exactitud dicha incidencia. Por un lado, el número de invasores no puede en absoluto calcularse con precisión. Pero, por otro, también surgen graves dificultades a la hora de señalar su posible incidencia demográfica en las estructuras económicas de base, fundamentalmente en la agricultura. Y ello porque el asentamiento de los invasores tuvo diferentes modalidades entre los diversos pueblos invasores y según las distintas áreas de asentamiento. En principio, cabría señalar una significativa diferencia entre el asentamiento, en los primeros momentos, de los pueblos ósticos, realizado principalmente sobre áreas centrales de la Romania próximas a las riberas del Mediterráneo, y aquellos otros más tardíos de los germanos occidentales -fundamentalmente francos, anglosajones, alemanes y bávaros-, realizados en zonas más marginales próximas a la antigua "libera Germania" y producidos en el curso de un prolongado espacio de tiempo.
Antes de seguir adelante convendría señalar ciertas limitaciones de los métodos empleados usualmente por la investigación para dilucidar tales problemas: la onomástica y la arqueología, principalmente. La toponimia puede haber conservado trazas de un antiguo poblamiento germánico, bien en grupos aldeanos inmersos en una mayoría de población romana -del tipo Gutones o Alani, o los compuestos en Italia y Francia sobre el término germánico "fara"-, o bien en asentamientos de un miembro de la aristocracia germánica con sus dependientes de diverso origen. Estos últimos serían los tipos compuestos de un antropónimo germánico con el sufijo -ingus, que denotarían un mantenimiento aún de su lengua vernácula, o con la palabra latina villa o curtis. Pero desgraciadamente muchos de estos topónimos pertenecen a momentos bastante posteriores a las invasiones y al "Landnahme" germánicos, y denotan tan sólo el prestigio irradiado por las nuevas cortes y aristocracias de origen germánico, puesto que en toponimia, al igual que en antroponimia, la difusión de los compuestos germánicos se debe a una moda -un hecho, pues, de civilización más que demográfico- impuesta con posterioridad. Por su parte, aunque los datos arqueológicos podrían parecer a primera vista más seguros, también en este caso puede hablarse de difusión ocasionada por una moda: enterramientos en hilera, ornamentación animalística, etc.
Los problemas de fuentes deberían tenerse muy en cuenta, sobre todo a la hora de analizar el asentamiento de los grupos de germanos orientales. Su menor número, y el hecho de haberse asentado sobre las áreas más densamente habitadas de la Romania, hizo que estos invasores tendieran a establecerse en grupos compactos en los puntos neurálgicos del territorio para conseguir el control y dominio militar de un área regional más amplia. Estos puntos neurálgicos eran las ciudades; lo que no impedía que los miembros de la aristocracia germana pudiesen ser propietarios a la vez de dominios fundiarios exteriores, administrados por lo general de modo absentista. En el caso de las áreas meridionales de la Galia -Aquitania y Provenza-, el poblamiento visigodo se documenta fundamentalmente en zonas cercanas a los centros urbanos más importantes; principalmente, en torno a Burdeos y, sobre todo, a Tolosa, centro del poder político de la Monarquía y de sus seguidores aristocráticos. En cambio, no parece que pueda seguirse admitiendo la tesis de M. Broens de un planificado asentamiento gótico en las áreas costeras de la Narbonense inmediatamente después de la conquista de esta región. Además del establecimiento de los visigodos, en la Galia meridional han sido documentados los de otros grupos menores de germanos, por lo general junto a centros urbanos o puntos de particular interés estratégico: los asentamientos fortificados de piratas sajones en las desembocaduras del Garona y el Loira; los de grupos de alanos en las áreas de Orleans, Valence, Bazas, Tolosa y en la estratégica calzada que iba de esta ciudad, la capital visigoda, a Narbona; o los taifales de Poitou. Estos grupos menores podían ser los descendientes de asentamientos laéticos del siglo IV o bien el resultado de pequeñas bandas autónomas o, ya en el siglo V, unidas con los visigodos. La conciencia de su individualidad étnica se conservaría durante bastante tiempo en el seno del reino merovingio, como mínimo hasta finales del siglo VI.
Algo en parte semejante podría decirse del asentamiento de los burgundios en el sudeste de la Galia. En un principio el gobierno imperial los habría asentado como federados en la Sapaudia, zona limítrofe defensiva frente a los avances alamánicos -en la Suiza occidental, en torno a Ginebra, y al sur del Jura-; posteriormente, a mediados del siglo V, algunos grupos se asentaron en la llanura del Saona para defender los intereses de la aristocracia senatorial lionesa frente a los visigodos. Al haberse producido en algunas zonas un cierto vacío de población galorromana, con un particular debilitamiento y destrucción de la red urbana, varios de estos asentamientos pudieron adquirir un marcado carácter rural, patente en la toponimia. Después de la conquista franca, en pleno siglo VII, algunas familias nobles de las zonas del Jura y de Lyon aún podrían mantener la conciencia de su individualidad étnica burgundia.
Para la Península Ibérica no parece que el cuadro del posible poblamiento germano difiriese en mucho de los casos antes señalados de la Galia meridional. El elemento suevo -cuyo número no debía superar los 20.000 individuos- se asentó seguramente en torno a algunas ciudades de importancia estratégica, militar o político-administrativa del occidente hispano: Lugo, Oporto, Lisboa y, sobre todo, Braga, convertida en su capital. En la zona galaica habría tal vez que señalar también el muy probable asentamiento, en unas fechas indeterminadas del siglo V, de un grupo reducido, pero compacto, de bretones. Cohesionados por una organización eclesiástica propia, de tradición irlandesa, y establecidos en las proximidades de Mondoñedo (Lugo), estos britones conservarían su identidad étnica al menos hasta bien entrado el siglo VI. Mayores problemas ha planteado a la crítica histórica el asentamiento de grupos visigodos en la Península Ibérica; este asentimiento, que no se inició antes de la década de los sesenta del siglo V, se acrecentó al finalizar la centuria y sobre todo al comenzar la siguiente con el hundimiento del poder visigodo en la Galia después del año 507. Aumentado su número con inmigrantes ostrogodos durante la etapa de influencia (511-526) del rey ostrogodo Teodorico, el asentamiento godo se realizó principalmente en áreas urbanas de importancia estratégica y en una serie de grandes ejes ruteros que unían el N.E. con la zona de Mérida-Sevilla, que recorrían el valle del Duero, desde la actual provincia de Soria hasta la de Palencia, y aseguraban la unión entre ambos; posiblemente con su finalidad estratégico-defensiva frente a las penetraciones suevas y para asegurar la comunicación con los centros de poder aquitanos y con la rica zona de Mérida-Sevilla. Actualmente no parece posible afirmar que estos últimos asentamientos conservaran una clara conciencia de su identidad étnico-nacional -su misma continuidad cronológica es incierta- más allá de finales del siglo VI, siendo por ello muy dudoso considerar como una herencia atávica germana ciertos rasgos arcaicos del derecho y la épica primitivos castellanos. Durante algún tiempo también pudieron conservar una cierta identidad étnica asentamientos menores de otros germanos orientales asociados a los visigodos, como pudo ser el caso de los taifales establecidos en la estratégica Tafalla (Navarra) sobre una ruta de penetración desde Aquitania en el valle del Ebro.
También el asentamiento citado de los 80.000 vándalos y alanos de Genserico en el norte de África parece que tuvo un aspecto fundamentalmente urbano. Aunque Genserico repartió un importante número de propiedades fundiarias en la antigua Proconsular -las llamadas sortes vandalicae- entre los miembros de la aristocracia y de su séquito e incluso entre algunos guerreros libres, la mayoría de los vándalos-alanos se encontraba acantonada en torno a Cartago y en otras ciudades y puertos de importancia estratégica: Thysdro (el-Djem), Mactar (Mactaris), Thala, Theveste (Tebessa), Ammedara (Haidra) e Hipo Regio (Bona). Por el contrario, cabe señalar que la invasión y el establecimiento del poder vándalo en Tunicia facilitó y acrecentó las penetraciones -ya iniciadas por lo menos desde el siglo III- de grupos de beréberes nómadas, bien encuadrados por una aristocracia tribal romanizada, en áreas de antigua ocupación romana, hasta el punto de que, en los siglos V y VI, las penetraciones de los pueblos nómadas de los límites del desierto -gétulos y arzuges- y de las cabilas bereberes de los macizos montañosos del Aurés y la Dorsale dieron lugar a la formación de embriones de Estado situados al sur de la Proconsular, Bizacena, Numidia y la Mauritania Sitifense y la Cesariense; Estados que integraban a la población provincial y a la immigrante bajo formas políticas de tipo romano.
Un carácter bastante distinto tuvo el poblamiento germánico en Britania, en áreas septentrionales de la Galia y en las provincias danubianas occidentales. En Britania, las penetraciones de anglos, sajones y frisios, y de unos enigmáticos jutos, se realizaron durante un largo espacio de tiempo, al menos entre 450 y 550, creciendo en intensidad sobre todo a partir del ano 500. La amplitud de estas migraciones -que llegaron a producir un verdadero vacío humano en el Schleswig oriental- y asentamientos, realizados en grupos de linaje fraccionados y muy mezclados, produjeron una profunda germanización de toda la porción de la isla al este de una línea que iría de Edimburgo a Portland. Lo masivo de estas migraciones se demostraría por el cambio profundo del paisaje y del hábitat de la isla. Por lo general, los nuevos asentamientos germanos no se superpusieron a los antiguos célticorromanos, ni siguieron la anterior ordenación territorial impuesta por la red de calzadas y ciudades romanas. Mientras que éstas eran abandonadas en su mayoría o quedaban degradadas a estadios preurbanos, los nuevos habitantes germanos procedían a la roturación y puesta en cultivo de nuevas tierras en los fondos de los valles, anteriormente negligidos por sus dificultades de drenaje. Allí donde la población célticorromana subsistió -la matanza en masa de ésta y su huida hacia el oeste no pueden considerarse como fenómenos generalizados-, acabó asimilada étnica y culturalmente al invasor. Tan solo se testimoniarían supervivencias -y mucho más célticas que romanas- de una cierta consistencia, tras el 500, en las zonas situadas más al oeste, siendo prácticamente nulas en el sudeste, expuesto a la invasión y a los asentamientos germánicos desde los primeros momentos. Paralelamente, desde mediados del siglo IV se venían produciendo invasiones por parte de los belicosos escotos de Irlanda sobre las costas occidentales de Britania. Estas incursiones se transformaron en verdaderas migraciones a partir de finales del siglo IV, hasta el punto de que en el siglo V surgirían algunos pequeños reinos, dotados de gran originalidad, y en los que el recuerdo de su antigua identidad étnica podría haberse conservado hasta el siglo X. Los escotos, también desde mediados del siglo IV, hablan sometido asimismo el área escocesa, débilmente habitada por los pictos, a continuas incursiones y asentamientos. Y terminaron estableciendo, a finales del siglo VI, un reino unificado, dotado de una consistente identidad nacional favorecida por un cristianismo de características muy particulares.
En la Galia, las áreas septentrionales y limítrofes con el Rin se habían visto sometidas, desde el siglo IV, a una constante presión germana que conduciría muy pronto a unas verdaderas colonización y germanización -en parte favorecidas por los mismos asentamientos léticos organizados por el gobierno romano- de las zonas marginales del Imperio. A finales del siglo IV, los llamados francos salios habían ocupado y colonizado ya el Brabante holandés y algunas otras áreas dispersas, más meridionales, de la orilla izquierda del Rin, que en gran medida habían sido evacuadas por Roma. Más al sur, la potente confederación alemana había logrado invadir toda la región de los Campos Decumates; y la población romana que no huyó fue esclavizada. Tras la ruptura del limes en 406, la penetración al oeste del Rin de los grupos francos, al norte, y de los alamanes, al sur, con su consiguiente asentamiento, sería ya incontenible.
Por el norte, hacia el advenimiento de Clodoveo, los francos habían avanzado hasta las proximidades de Soissons y Verdún. Aunque es indudable que en toda esta zona se ha testimoniado la supervivencia de la población romana, especialmente notable en las ciudades y sus proximidades, siendo el caso de Tréveris el mejor conocido; y también pudieron subsistir bastantes de sus asentamientos agrícolas, ante todo en las zonas de colinas dedicadas a la viticultura. Sin embargo, aquí se puede afirmar que por lo general la colonización franca fue densa y cambió profundamente las estructuras agrarias. Así, se ha señalado la esencial discontinuidad entre los fundi galorromanos y los grandes dominios carolingios del norte y el nordeste de la Galia; pues, entre los siglos IV y V, junto a un sensible avance del bosque, se habrían producido también nuevas roturaciones en las tierras más altas. Y sobre todo no puede olvidarse que la densidad de la población germana en dichas áreas estaría en la raíz de un desplazamiento de la frontera lingüística entre las hablas romances y las germánicas de unos 100 km hacia el sur. Ya en el siglo VI se produjeron posiblemente nuevos avances del pueblo franco y, por tanto, la expansión del Reino merovingio. Sin embargo, se trataba sobre todo de una colonización de tipo aristocrático, capaz de producir cambios en el paisaje y en las estructuras agrarias de ciertas zonas -como en las altiplanicies del Sena y el Oise, en la región parisina, bastante despoblada a partir del siglo III-, pero de una potencia demográfica, étnicamente germana, muy dudosa. En Aquitania, concretamente, a pesar de la temprana conquista merovingia, la presencia de francos seria casi nula.
Más al sudeste, el avance de los alamanes se había extendido ya por la orilla izquierda del Rin. Tras ocupar sólidamente -a partir de mediados del siglo V- el Palatinado y Alsacia, los alamanes, frenados en su avance septentrional por los merovingios, comenzaron la ocupación de la actual Suiza -hasta los contrafuertes del Jura- y de la vieja Recia (alta Suabia, Thurgau y Vorarlberg), esta última bajo protectorado ostrogodo. No obstante, la ocupación alamana dejó subsistir numerosos islotes romanos durante bastante tiempo, testimoniados sobre todo en las ciudades. Pero el carácter compacto de la colonización de los alamanes -la cristianización no comenzaría antes de 590, y la continuidad y duración del movimiento migratorio hasta casi el siglo XIII-, terminaría por hacer retroceder la frontera lingüística del romance. También el carácter compacto, junto con la focalización geográfica precisa, fueron factores coadyuvantes para que en la Galia merovingia se mantuviese hasta finales del siglo VII una clara diferenciación del elemento germano frente al antiguo provincial romano; ello sería sustituido a partir de la siguiente centuria por un sentimiento de identidad regional -aquitanos, francos (austrasios y neustrios) y burgundios-, favorecido por los repartos hereditarios y por la personalidad del Derecho.
Finalmente, también hay que tener en cuenta que, paralelamente a estas inmigraciones y a estos asentamientos germánicos en la Galia, se dieron asimismo procesos semejantes protagonizados por otros pueblos de estirpe no germánica. Al menos desde mediados del siglo V, numerosos grupos de britones debieron de comenzar a emigrar desde su isla al vecino continente, ya que se veían presionados por los invasores germanos y escotos. Esta migración alcanzaría su momento álgido en la segunda mitad del siglo VI. Los emigrantes britones procedían en su mayor parte del sudoeste de la isla, y se asentaron en grupos compactos en la región de Armórica. Organizados en pequeñas comunidades rurales cohesionadas en torno a un monasterio, los britones serían capaces de imponer su lengua céltica y su propio etnónimo a toda la zona situada al oeste de una línea que iría, aproximadamente, desde Dol hasta Vannes. Favorecida, tal vez, por ciertas resurgencias o permanencias galas prerromanas, la inmigración britona tan sólo dejaría subsistir ciertos islotes latinos, apoyados principalmente en los núcleos urbanos residuales. En el rincón sudoccidental de la Galia, en la vieja Novempopulania romana, los siglos V y VI contemplaron tal vez una nueva expansión de grupos de población vasca, escasamente romanizada, a partir de sus reductos de los Pirineos. Esta expansión vasca, comenzada quizá ya a finales del siglo III o en el IV y apoyada muy posiblemente en fuertes identidades de substrato en toda Aquitania, acabaría por euskaldinizar completamente la zona. Ante esta expansión tan sólo lograrían sobrevivir algunos islotes de romanidad en los núcleos urbanos debilitados y situados casi en el límite de la región, como Bayona y Dax.
Un carácter también compacto tuvieron las penetraciones y asentamientos germánicos en las provincias danubianas de Occidente, al este de los asentamientos de los alamanes: Recia Segunda y el Nórico. La germanización de estas provincias fue realizada por elementos populares bastante dispersos: suevos del Danubio, marcomanos, turingios, esciros, hérulos y, principalmente, bávaros. Sobre un territorio en gran medida abandonado por la población romana -como consecuencia de las condiciones impuestas por los numerosos pueblos invasores que por allí circularon en el siglo V, cuyo mejor testimonio es, sin duda, la "Vita Severini" de Eugipio-, el asentamiento definitivo de tales poblaciones germanas se inició en el tránsito del siglo V al VI. En este proceso los grupos germanos ocuparon de una manera un tanto desorganizada los valles, mientras que en las zonas altas pudieron subsistir islotes de romanidad dispersos y residuales -principalmente en el valle del Inn y al norte y oeste de Salzburgo-, conscientes aún de su identidad en pleno siglo VIII. Tradicionalmente se considera que en el proceso de cristianización de tal poblamiento germano -verdadera etnogénesis de la Baviera histórica- pudieron desempeñar un papel de primer orden la política de amistad del ostrogodo Teodorico con los turingios y, sobre todo, la cohesión del elemento mayoritario bávaro dada por la familia de los Agilolfingos, cuyos miembros, a partir de mediados del siglo VI, se convirtieron en los duques nacionales. Cohesionado de este modo, el poblamiento germano continuaría avanzando en los dos siglos siguientes hasta situar sus fronteras en el Iller por el este, en Carintia por el oeste, en el Alto Palatinado por el norte y en el Alto Adigio por el sur, lo cual supuso también en este caso un nuevo retroceso de la frontera lingüística del romance.
Hemos dejado para el final el caso de Italia, porque en ella el poblamiento germano presenta dos modalidades e intensidades bastante diferentes, de las cuales se dedujeron en el futuro consecuencias históricas fundamentalmente distintas. La primera de ellas la constituiría en esencia la penetración ostrogoda de Teodorico el Grande y vendría a continuar, en gran medida, la vieja tradición de los acantonamientos de contingentes compactos de federados bárbaros del siglo V en suelo itálico. Estos últimos -cuyo número bajo Odoacro no superaba la cifra de 15.000 hombres- debían consistir básicamente en hérulos, esciros, turcilingos, suevos, sármatas y taifales. Sus acantonamientos se encontraban situados en las proximidades de los principales núcleos urbanos, sobre todo cuando éstos eran de gran valor estratégico, de la Italia septentrional: Ravena, Verona y Milán. Los combatientes ostrogodos, y elementos afines ostrogotizados llegados con Teodorico a Italia eran aproximadamente unos 25.000, lo cual suponía una cifra total y máxima de unos 100.000 individuos. A este elemento ostrogodo habría que añadir otros grupos minoritarios, como el de los refugiados rugios asentados en la Italia septentrional en una sola masa compacta, o el de los réfugas alamanes y hérulos, llegados a la península tras la respectiva destrucción de sus reinos en 507 y 508. Dadas las características del Estado ostrogodo en Italia todos estos pequeños grupos bárbaros serían acantonados en grupos compactos, con preferencia en ciudades fuertes y castella de Lombardía y Venecia, y, en menor grado, de Tuscia y las Marcas, en el poderoso fuerte de Auxium (Osimo). De este modo, mientras que la influencia de estos grupos germanos en las estructuras agrarias sería mínima -los repartos de tierras, además, afectaron principalmente a elementos de la aristocracia germana, y en gran medida el ejército godo siguió siendo mantenido, al igual que antes el de Odoacro, por medio del donativum en dinero y libramientos de raciones de annona-, fueron capaces de conservar su identidad (lengua, escritura, literatura épica y elementos de su derecho consuetudinario) durante un largo espacio de tiempo y en determinados puntos incluso con posterioridad a la conquista de Italia por el emperador Justiniano.
Por el contrario, el asentamiento de los lombardos presentó características bastante distintas, como consecuencia en gran medida de las peculiaridades de la invasión y conquista lombardas y de las relaciones de los invasores con la población romana sometida. El número total de invasores lombardos, en principio, no debía de ser superior al de los ostrogodos de Teodorico. Por otro lado, la agitada historia de los lombardos había hecho que en su etnogénesis entrasen elementos étnicos muy diversos. Junto a los lombardos propiamente dichos había también grupos de gépidos, búlgaros, sármatas, panonios, nóricos, turingios, sajones y taifales. A todos ellos prestarían cohesión y uniformarían su encuadramiento militar y su sentimiento de comunidad de linaje; lo que se expresaba con el término germánico fara, palabra de la que hay numerosas huellas en la toponimia de la Italia actual. El carácter discontinuo del dominio lombardo y la gran inestabilidad de sus fronteras coadyuvaron también en gran parte a que el asentamiento de tales grupos no sólo se hiciese en las viejas ciudades -en Pavía y Siena la población romana fue en gran medida arrinconada-, sino de manera preponderante en el campo; en las zonas más amenazadas se establecieron verdaderas colonias de carácter militar, dotadas de un gran sentimiento comunitario: las arimanniae. Estos hechos, junto con un cambio muy extendido de la propiedad fundiaria, producirían una profunda huella del poblamiento lombardo en las áreas principales de su dominio -Lombardía, Friul, Toscana y Campania en torno a Benevento-, hasta el punto de que la zona central de éstas recibiría su etnómino: la citada Lombardía. El elemento invasor fue capaz durante bastante tiempo, como mínimo hasta la segunda mitad del siglo VII, de mantener su total identidad nacional frente a la población romana. Y Paulo el Diácono nos ha transmitido la noticia de que un grupo de búlgaros establecido en Sepino aún hacía uso de su lengua nacional en la segunda mitad del siglo VIII.
Por todo lo que llevamos dicho se puede deducir, pues, que el poblamiento germano, desde un punto de vista estrictamente cuantitativo, habría tenido, excepción hecha de ciertas áreas marginales de la vieja Romania, una escasa incidencia demográfica. Ciertamente, se pudieron producir movimientos migratorios y traslados de población -sobre todo entre los grupos dirigentes, con las consiguientes consecuencias de orden político y cultural-, de una cierta magnitud al calor de las invasiones y del consecutivo asentamiento; pero un global y auténtico crecimiento de la población de la Romania como consecuencia de tales aportaciones germanas habría que negarlo con la mas absoluta certeza. Contrariamente a lo que cabría pensar en un principio, las invasiones, más que un fenómeno estrictamente demográfico, fueron un acontecimiento político y de civilización.
Es indudable que las condiciones políticas imperantes en las diversas áreas de la vieja Romania tras el asentamiento de los invasores y la constitución de los nuevos Estados favorecieron y posibilitaron la continuidad de las guerras, con sus conocidas incidencias de orden demográfico: tala de cosechas, mortalidad, hambre, esclavitud y subsiguiente traslado de residencia de grupos humanos.
De los textos de naturaleza jurídica de los siglos VI y VII se deduce que la escasez de mano de obra agrícola fue un hecho constante en toda la Romania. Así se explicarían fenómenos tales como el progreso de la esclavitud -o, cuando menos, un repetido interés de los grandes propietarios por asegurarse la necesaria mano de obra-, la desvalorización de la tierra, desprovista de la necesaria fuerza de trabajo humana, y la progresión de las reglas monásticas -como las de san Benito, san Columbano y san Fructuoso-, que estipulaban y valoraban el trabajo manual, en el campo o en el pastoreo, de los miembros de las comunidades regidas por ellas. La población campesina, además de ser escasa, estaba mal alimentada. Esta nula alimentación era consecuencia casi siempre de dos series distintas de factores que, en gran medida, se encuentran interrelacionados: el gran número de cambios de propiedad en la tierra, con la posible reducción de la productividad por la falta endémica de mano de obra, en parte huida de los mismos campos por causas varias, y las insuficiencias de la tecnología agrícola. Las fuentes hagiográficas del periodo se refieren con frecuencia a las bandas de gentes empobrecidas que deambulaban por los campos -especialmente en los momentos de hambre- y cuya subsistencia se basaba en la caridad de las grandes casas o, de una forma institucionalizada, de la Iglesia. A finales del siglo VI, un numeroso grupo de pobres acudía todos los días a la puerta del palacio episcopal de la rica sede de Mérida para recibir allí lo más esencial de su alimentación diaria; y todas las reglas monásticas de la época prescriben la obligación de dar cobijo y alimento a los pobres vagabundos que acudiesen a los monasterios. La escasez de alimentos suponía una esperanza de vida escasa y un bajo crecimiento vegetativo. Estudios realizados sobre necrópolis campesinas muestran de forma generalizada para todo el Occidente la multitud de deformaciones o degeneraciones óseas y dentarias -imputables a una alimentación deficitaria e inadecuada, basada principalmente en los cereales y las legumbres- , así como una fuerte tasa de mortalidad, que afectaba principalmente a los niños y a las jóvenes madres.
Los inventarios señoriales del siglo VII y VIII que se conservan permiten comprobar la débil consistencia numérica de las familias campesinas en la Galia merovingia y la Italia lombarda. Las que dependían de la importante abadía de Farfa, en Toscana, tenían por término medio 4,8 miembros. En el Reino visigodo de Toledo hay indicios, a lo largo del siglo VII, de una especie de malthusianismo practicado por los humildes, contra el que difícilmente podían luchar las leyes civiles y los cánones conciliares; siendo la utilización generalizada de prácticas abortivas y la exposición de los recién nacidos las más frecuentes. Sobre una población tan debilitada las posibilidades de extensión de las epidemias eran enormes. Las fuentes nos informan de la presencia en Occidente de una gran epidemia de peste negra a partir de mediados del siglo VI, procedente de Asia. Llegada a las costas italianas e hispánicas en 545-546, la epidemia se extendió con rapidez por el interior del continente hasta el Rin; en los años sucesivos se producirían nuevos brotes, hasta bien entrado el siglo VIII, sobre todo en las zonas mediterráneas más expuestas al contacto con Oriente y con condiciones climáticas más favorables a la enfermedad. Carecemos de cifras concretas sobre las consecuencias demográficas de la peste, pero ciertos indicios hacen sospechar que pudieron ser considerables, sobre todo en las zonas más meridionales, en las que los efectos de la peste venían a descargar un último golpe sobre una población previamente castigada por el hambre, producto de las frecuentes sequías y de las consiguientes plagas de langosta.
En Italia, sobre una población diezmada y hambrienta por los efectos de la guerra gótica y las plagas antes señaladas -gran hambre de 540-542, que habría afectado principalmente a la Emilia, Toscana y Piceno, contabilizándose en esta última región hasta 50.000 muertos- se abatió la gran peste bubónica de Justiniano. En la Península Ibérica, las fuentes nos hablan de la periódica repetición, desde mediados del siglo VI hasta el VIII, cada 30 o 35 años, de la fatídica secuencia siguiente: sequía, plaga de langostas, hambre y peste. Ciertamente es imposible ignorar los efectos demográficos, a veces catastróficos, de una suma tal de factores. En España las repetidas plagas de langosta y la sequía debieron de acabar por convertir en desierto, a finales del siglo VI y principios del VIII, una parte de la submeseta sur; lo cual supuso la desaparición de ciudades como Ercávica, Segóbriga, Valeria y Cástulo. En la Narbonense los efectos repetidos de la peste -y en parte también de la guerra- a lo largo del siglo VII debieron de disminuir en gran medida su fuerza demográfica. En Italia, el catastro imperial evaluaba, en el año 395, en 13.201,5 hectáreas los campos que en aquel momento se encontraban sin cultivar en Campania por falta de mano de obra. Esta misma falta de hombres supuso el abandono de las costosas obras hidráulicas y de drenaje que se llevaban a cabo en numerosas zonas de la llanura costera, lo cual facilitó su encenagamiento y la aparición de la malaria, con efectos demográficos devastadores. Así los desastres de la cruel guerra gótica terminaron por despoblar toda la zona de la marisma toscana.
En las regiones más septentrionales de Europa la despoblación abrió el camino, en los siglos IV y V, a un nuevo avance de los bosques, como se ha podido comprobar en áreas como la cuenca parisina, las altiplanicies entre el Sena y el Oise, el sur de Bélgica o el sudoeste de Alemania, hasta Alsacia y Lorena. Bosques que seguramente recubrieron anteriores establecimientos agrícolas galorromanos.
Esta progresión se vería favorecida por la existencia de una fase climática más fría y húmeda en los siglos IV-VII. Sin embargo, tampoco convendría exagerar los rasgos de la debilidad demográfica señalada. En primer lugar no se puede ignorar el hecho de la posible existencia de considerables diferencias regionales. De una forma sumaria y bastante general habría que distinguir entre las zonas meridionales y mediterráneas de Occidente y las más septentrionales. Fue seguramente en las primeras donde la despoblación y la subsiguiente desertización tuvieron una mayor incidencia. Pues a unas condiciones geográficas más vulnerables se sumaban la antigüedad e intensidad de la implantación y explotación agrícolas, mientras que el poblamiento germánico era nulo o muy escaso. En segundo lugar convendría tener siempre muy presente que ciertos hechos, a primera vista muy claros, pueden al final resultar sumamente engañosos. Así, por ejemplo, una mutación característica sufrida por la campiña italiana en esos siglos -sobre todo en las áreas mas meridionales o cercanas a las costas-, como era el traslado de los establecimientos rurales del llano a las alturas, no fue consecuencia directa del abandono de los campos de cultivo, la malaria y la despoblación, sino que se debió a la inseguridad reinante, es decir, a razones eminentemente políticas.
Más significativo aún que estas matizaciones puede ser señalar la existencia de una serie de indicios que muestran un inicio de recuperación demográfica a partir ya de mediados del siglo VII en adelante. Una recuperación demográfica incipiente, muy varia y geográficamente dispersa y discontinua, pero que prácticamente afectó a todas las grandes áreas del Occidente europeo de la época. Se ha señalado que fue en esa época cuando en la Galia merovingia comenzaron a ponerse en cultivo una serie de superficies en sus áreas centrales y septentrionales -centro y norte de la cuenca parisina, en dirección a Hainaut y Picardia; sur de Flandes y Brabante, Lorena, Alsacia y norte de Borgoña-, caracterizadas por tener un relieve homogéneo, ya que eran altiplanicies calcáreas o llanuras limosas, muy aptas para el cultivo de la vid y de los cereales. En estas tierras, en su mayor parte perteneciente al antiguo fisco imperial y confiscada por los reyes francos, los verdaderos impulsores de las roturaciones y de los nuevos establecimientos agrícolas fueron los miembros de la aristocracia laica, beneficiados por importantes donaciones regias, y sobre todo la Iglesia. Fundamentalmente se trataba de una colonización monástica motivada no sólo por causas económicas, sino también ideológicas: el irresistible deseo de construir los monasterios en verdaderas solitudines, según quería la muy difundida regla de san Columbano. Tales monasterios se convirtieron así en centros de atracción de campesinos, originando no sólo movimientos migratorios, sino también a la larga un despegue demográfico en dichas regiones, discernible ya con claridad en tiempos carolingios. Por su parte en las tierras situadas al este del Rin, donde el siglo VI parece haber constituido el punto más bajo en su historia demográfica, en el siglo VII, sobre todo a finales, comenzó a manifestarse una cierta recuperación, facilitada por la estabilización de los pueblos germánicos. Dicha recuperación queda testimoniada por el importante movimiento roturador iniciado por entonces en la región de Franconia.
En la Península Ibérica también se detectan síntomas de nuevas roturaciones en aquella época, aunque como en el caso galo, no siempre es posible saber si corresponden a un verdadero crecimiento demográfico o a simples transferencias de población. Aquí también dos reglas monásticas del siglo VII, bien diversas, la de san Isidoro de Sevilla y la de san Fructuoso de Braga, promovieron la construcción de monasterios en lugares desolados y alejados. A la primera se le pueden atribuir nuevas roturaciones y establecimientos rurales en las serranías béticas -Sierra Morena, sierra de Córdoba-, y a la segunda establecimientos fundamentalmente ganaderos en el noroeste peninsular, principalmente en la montañosa zona de el Bierzo. Por otra parte, numerosos y dispersos establecimientos eremíticos pudieron realizar pequeñas y aisladas roturaciones -con frecuencia antecesoras de una posterior colonización monástica, ya en los siglos VIII o IX- en numerosas zonas marginales del norte (Burgos, Santander, Alava, Navarra y Logroño). Pero tal vez fue en Italia, fundamentalmente en la zona lombarda, donde estas roturaciones, y el posible aumento demográfico, se iniciaran antes y con mayor fuerza. El edicto de Rotario de 643 se refiere a lo frecuente de la aparición de nuevas viviendas campesinas, así como a la realización de obras de bonificación y drenaje de tierras, y a la construcción de canales; hechos todos ellos detectables cuanto más posterior es la documentación. En la centuria siguiente haría su reaparición en la Italia septentrional el viejo contrato romano de plantación (ad pastinandum).